CARMELITAS DESCALZOS, COLOMBIA

CARMELITAS DESCALZOS, COLOMBIA
NOVICIADO SAGRADO CORAZON DE JESUS. VILLA DE LEIVA COLOMBIA

Datos personales

LA ORDEN DE CARMELITAS DESCALZOS, LLEGO A COLOMBIA EL 5 DE JULIO DE 1911. PROXIMAMENTE CUMPLIREMOS 100 AÑOS DE PRESENCIA EN ESTAS TIERRAS COLOMBIANAS DONDE HEMOS IMPREGNADO LA ESPIIRTUALIDAD DE NEUSTROS FUNDADORES. TERESA DE JESUS Y SAN JUAN DE LA CRUZ.

sábado, 15 de septiembre de 2007

EN LA PROFUNDIDAD DEL ALMA HALLAMOS LA TRANSPARENCIA DE DIOS

Cayendo el alma en la cuenta de lo que está obligada a hacer[1]. Es tal vez uno de los mejores inicios para nuestra vida espiritual; asumir el verbo en toda su dimensión, nos ayudará a comprender que el peso de nuestras complicaciones, nos alejan de esa profundidad que anhela el alma; caer no es otra cosa que bajar del mundo acomodado, del apoltronamiento que no permite una mirada interiorizada de nuestra propia realidad, es penetrar cada vez más en el fundamento de nuestra existencia histórica, en la profundidad última de la historia[2]. Es colocarnos ante nuestra propia miseria, no para castigarnos, sino para asumirla con radicalidad en la dimensión del amor. Es darnos la oportunidad de cambiar el estilo de vida que hasta ahora hemos llevado, es reconocer humildemente que somos finitos y contingentes. Cayendo el alma en la cuenta no es otra cosa que ingresar en la profundidad del misterio de Dios, para abandonar de una vez lo trivial vano que nos enreda.

Caer el alma en la cuenta, es sentir la soledad de aquellos que una vez nos prometieron fidelidad, es morir por el abandono del mundo, es experimentar la angustia de vivir en el vientre de una ballena pero con la esperanza de salir a la luz del día con un proyecto a realizar. Es ingresar en la cárcel de Toledo para experimentar la noche, el dolor físico y la incomprensión de los otros, es percibir que aunque el piso de nuestra realidad se destruya el amor de Dios es más grande que el que yo profería sentir por él y por ende estamos invitados a una conversión por la gran deuda que le debemos al criador.

Cuando caiga de mi propio egoísmo, cuando baje del árbol de la soberbia, cuando enfrente de una vez la tortura de mirar hacia la propia profundidad, tomaré conciencia del amor de Dios y es en ese mismo instante donde comenzará una historia de pasión entre el alma y el Amado, una historia donde el amado se pierde por momentos para que salgamos, -no hacia fuera, sino hacia dentro-, en una búsqueda desesperada y donde el único consuelo que nos alivia es gritar desconsoladamente ¿Adónde te escondiste, amado, y me dejaste con gemido? Expresión que sólo puede brotar de un corazón enamorado, un corazón desnudo y herido que siente la ausencia de su Amado y que definitivamente no puede vivir sin él.

La profundidad nos permite dicho encuentro amoroso, y necesita del silencio para lograr su cometido; sin embargo, la superficie de mi existencia, esa que me habita y de la cual se me dificulta separarme, es la que no permite el encuentro, sin embargo, el amado en su infinito amor nos regala atisbos de su belleza para que sigamos cavando más en el interior. La misma desesperación por conseguir al amado es la que no acepta que se esconda después de haberlo tenido por un momento, que se asemeje a un ciervo ligero, que salta en las praderas sin miedo alguno porque su natural es la libertad, pues sin libertad no hay amor y no hay posibilidad de unión. El amor nos hará intuir que al dueño de la libertad se le encuentra es adentro, en la espesura y sobre todo a solas.

El adentrarse en el bosque supone una decisión cabal “Buscando mis amores iré por esos montes y riberas, ni cogeré esas flores, ni temeré a las fieras, y pasaré las fuertes y fronteras”, una decisión que implica voluntad de llegar hasta el final. Una batalla que tenemos que librar con todas las superficies y capas que no nos impiden el amor incondicional. Las principales son nuestros propios fantasmas y ataduras: el miedo, el amor propio, el quererlo todo sin renunciar a nada… En el bosque, en la espesura, tenemos la posibilidad de interpelar a esas criaturas que nunca se habían observado por la prisa en que la sociedad nos envuelve; y es la profundidad la que nos sensibiliza para el diálogo con las criaturas, que nos permite descansar esa ansia devoradora de hallar aunque sea por un instante.

Poder hablar del Amado, tratar de encontrar sus huellas en aquellas cosas que hace tiempo dejaron de ser objetos de nuestro deseo, es una manera de remediar el dolor sentido. Pero las criaturas tratando de satisfacer el vacío del corazón, lo acrecientan, como cuando nos encontramos hambrientos y nos dan migajas para sosegar la hambruna. Por eso se le pide directamente al Amado su presencia personal viva y verdadera. Es una experiencia donde como creyente pido el “más” ya no me contenta la reflexión teológica que tanto me sirvió para comprender y conocer, las prácticas religiosas que tanto me embebieron, ni las vivencias de oración que permitieron amarle profundamente; sólo lo que puede alegrarme es que se entregue ya de vero, pues no hay nada en el cielo, ni en la tierra que pueda ofrecerme lo que deseo.

Ahora bien, la huella que ha dejado Dios en el alma, es una presencia constituyente de la que procede el impulso y la orientación que camina hacia la semejanza divina y que los místicos cristianos han expresados con las más atrevidas imágenes para decirse así mismo y a los demás, esa presencia originante que les constituye y le has desencadenado el proceso de búsqueda. Para el místico es precisamente la herida ontológica la que aporta la luz, que es capaz de de transfigurar la realidad y su mundo.

Por lo tanto, la muerte es la frontera que me permite ver a Dios de ahí que cante ¡Descubre tu presencia y mátame tu vista y hermosura! Una muerte que de ahora en adelante se convertirá en la aliada perfecta para lograr el tan deseado encuentro, es ella la que nos permite vivir más en la otra vida que en ésta. Porque se comprueba que el corazón vive donde está lo que ama. La muerte no es otra cosa que la realización plena de la profunda eternidad que ha anhelado el alma después de vislumbrar el misterio de Dios.



[1] SAN JUAN DE LA CRUZ, Cántico Espiritual, B
[2] TILLICH, Paul. La dimensión profunda. Bilbao: Ed. Desclée




HEVERT ALFONSO LIZCANO

1 comentario:

Anónimo dijo...

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